Hace exactamente un mes que la
vida la divido en un antes y un después. El 3 de septiembre me dirigía
tranquila pero ansiosa a la consulta con el médico, tenía tantas ganas de saber
si sería bendecida con un hijito o hijita. El médico como siempre, me preguntó
cómo me había sentido y pese a que había sufrido algunas jaquecas, estaba
contenta porque las nauseas se habían ido, me sentía estupendo y se lo hice
saber. Sin embargo, nunca, ni fugazmente recorrió mi mente la idea de lo que me
enteraría minutos más tarde. El médico comenzó a examinarme con un aparatito
que sirve para sentir los latidos, pero al no hallarlos y pensando que la razón
era simplemente la antigüedad del equipo o que mi guaguita estaría muy
escondida, no me alarmé cuando fue a buscar una especie de dopler portátil. Me
examinó con el nuevo instrumento por un buen rato, no sé cuanto pero se me
hacía muy largo y tanto el como mi esposo mantenían una cara inexpresiva, yo no
lograba girar mi cabeza lo suficiente como para ver que observaban ellos con
tanta atención, pero empecé a sospechar que algo no andaba bien, mi esposo ni
siquiera quería mirarme pero lo vi en su cara y la confirmación fue cuando el
médico lo mira a él y le dice : “no le encuentro los latidos”. Aún no me puedo
sacar esa imagen de la cabeza, cuando le da esa noticia. Aún sin convencerse, el
médico nos dice que nos esperemos, que va por una segunda opinión y trae al
médico que estaba en la consulta del lado, quien al examinarme afirma y
confirma que mi bebe estaba muerto.
Entonces vino a mí algo a lo cual
siempre temí, ese dolor del que todos hablan pero que siempre vi tan lejano,
tan ajeno, el dolor de perder un ser tan querido como es un hijo. No sabría
describir lo que sentí, solo se que lloré y mucho. Lo primero que pensé fue “qué
hice mal” y sin analizarlo mucho sólo pedía perdón a mi esposo, por si hice
algo mal o si hubo algo en mi cuerpo que falló y produjo la muerte de mi
bebito, por llorar, por ser débil y no lograr hacer otra cosa sino llorar. El
médico, dejando de lado la distancia profesional que usualmente mantienen,
trató de consolarme diciendo que nada en mi lo generó, que mi bebito venía mal
y que esto debería haber sucedido antes pues era un feto inviable. No sé, fue
todo tan confuso, se que me armé de fuerzas y comencé a hacer un montón de
preguntas acerca de cuáles eran los pasos a seguir a lo cual el médico,
sutilmente y sin alarmarme me dio a entender desde el escenario más negativo
hasta el positivo (si es que se le puede llamar así).
Salimos de la consulta junto a mi
esposo, consternados, y a los pasos nos dimos un abrazo, espontáneo, coordinado,
distinto, era como abrazar tu propia alma con exactamente el mismo dolor.
Llegamos a casa y sin pensarlo mucho, le pregunté a mi esposo si me acompañaba
a la iglesia. Una vez allá, pasé a arrodillarme al altar y le presenté mi vida
a Dios y la de mi hijo que se había ido, pidiéndole sólo que en mi ausencia mi
buen Dios lo arrullara por mi. Creo que Dios me dio las fuerzas en los días que
vinieron. Fui a trabajar al día siguiente para dejar lo que más pudiera
encaminado debido a los días que me iba a ausentar y esa misma noche les conté lo
sucedido a mi padres y familia más cercana. Esa noche me sentía fuerte y traté
de hacerles sentir eso a mi familia que también estaba muy afectada.
Así fue como llego el dia viernes
5 de septiembre, justo ese día cumplía 19 semanas de embarazo. No se cuando, ni
en que momento mi hijito se fue de este mundo, pero ese fue el día que me
separé físicamente de él. Dentro de lo doloroso que fue vivir el parto
prematuro natural, sentí en cada momento la presencia de Dios conmigo
ayudándome y dándome las fuerzas para salir adelante. En los momentos en que el
dolor físico se hacía mas insoportable, clamar a Dios fue mi mejor anestesia.
Cuando mi hijito finalmente salio de mi vientre, recuerdo haberle dicho a mi
esposo que quería verlo, ver su carita para despedirme, pero mi esposo con sus
ojos en lágrimas me dijo “nuestro hijo ya no está ahí”. Y entonces recordé un
pasaje de la Biblia cuando unas mujeres van al sepulcro de Jesús y unos ángeles
le dicen “por qué buscáis entre los muertos al que vive?”. Mi esposo no es
cristiano, sin embargo sus palabras calaron en lo más profundo de mi, la fe en
teoría es tan fácil, sin embargo en la práctica es una lucha diaria, de no
claudicar. En ese momento me sentí amonestada en mi fe, y entendí que mi hijito
ya estaba con Dios y ver su cuerpito, ya macerado, no me ayudaría en nada a
aliviar mi dolor.
Desde ese día todo lo pienso en
un antes y después de separarme de mi bebito. Es un proceso muy difícil pero
que gracias a Dios he sabido llevarlo adelante. Creo que una parte fundamental
es haber puesto mi fe en Dios y entender que él sabe por qué hace las cosas. Si
se llevó a mi hijito es por algo, si él nacía con algún problema (cardíaco o
digestivo que es lo que sugieren los médicos) hubiese sufrido mucho y todos
nosotros junto a él. No me hubiese gustado ver sufrir a mi hijito y se que
ahora el está en un lugar mucho mejor. Me consuela el hecho que estuvo conmigo
siempre, en mi vientre le abracé, lleno de amor y cariño mientras su
corazoncito latía. También fui su tibia sepultura.
Perder un hijo es algo espantoso, es como que si parte de ti se muere también. Pero esta experiencia me ha enseñado algunas cosas, a ser feliz con lo que tengo y no con lo que pudiera haber tenido. Mi hijo se me fue, pero me queda Amelia, mi esposo, mis padres, mi familia y Dios que está siempre conmigo, creo que son razones suficientes para ser feliz, o más bien, luchar por ser feliz día a día.
Se que nadie te reemplazara hijito
mío, te amé mucho y te amaré siempre hasta el día en que ascienda al cielo y nos
reunamos en un abrazo eterno que no nos separe jamás.